Algunos
otros rasgos de personalidad del padre
Señalemos algunas otras características del padre de la
parábola del hijo pródigo:
No delega responsabilidades:
El
evangelio de San Lucas, apunta desde un comienzo en ese recurso literario, que
el padre, una vez que el hijo menor le pidió la parte de la herencia que le
correspondía, el padre “les repartió la
herencia” (cfr. Lc. 15, 12). Ya en ese detalle hay una característica
importante del padre: él mismo realiza la acción de la petición del hijo menor.
No dice que el padre mandó que les repartiera la herencia. Pudo haber encargado
a un criado o a un empleado. Pero, por lo que se desprende, lo hizo él mismo.
¿Por qué no delegó funciones en otro, pudiendo hacerlo; total, no era el dueño
y el jefe? Ese elemento es necesario resaltarlo.
Eso
en el primer caso, en el mismo comienzo de la parábola.
Porque
esa misma característica se mantiene en todo el resto de la parábola. Así,
cuando el evangelista dice que “estando
él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y
le besó efusivamente” (Lc. 15, 20). Fue el propio padre quien vio al hijo.
De ahí se puede desprender que estaba atento y que estaba vigilante. Pero, no
dice que había puesto un vigía o a un empleado para que estuviera pendiente de
avisarle o que le trajera noticias de alguna posibilidad de regreso del hijo
que se había marchado. Podía haberlo hecho. Pero no delegó esa tarea. La asume
como suya. Eso en el caso de estar mirando por si regresaba. Era su tarea. Era
su hijo.
En
ese gesto, ya está la misma característica del viejo: de no delegar, ni de
crear embajadas, ni de que otro haga lo que él tiene que hacer, aun pudiendo
crear esas estructuras de mando y de administración de su finca. Se reconfirma
lo que ya es su característica. Dice el evangelista que “conmovido, corrió” hacia donde estaba y venía el hijo que se había
ido, y de quien estaba pendiente por si regresaba (cfr. Lc. 15, 20); y ahora
que regresa, sale a su encuentro. Pero sale con un objetivo claro. Ese objetivo
es recibirlo como a su hijo, en expresión de padre desesperado y gozoso de su
regreso. Y vuelve a resaltarse la misma característica, al decir que “se echó a su cuello y le besó efusivamente”.
Tampoco delega, ni crea una comisión de bienvenida ni de recibimiento. Él mismo
recibe, y él mismo es el jefe de protocolo. No crea intermediarios. Va
directamente él mismo. No es necesario un formulismo ante la experiencia de la
alegría del hijo que regresa, y que no se disimula que se estaba deseando que
así fuese. Y manda a hacer fiesta. Ya en esa parte sí delega. Pero ya es un
añadido que parte de su experiencia afectiva y de emociones, en contra de toda
frialdad racional y del deber ser ante la ofensa del hijo, y el posible
debilitamiento de la autoridad del padre, como jefe de familia. Eso no cuenta.
Lo que cuenta es el afecto, y todo él, lleno de emociones[1].
Vuelve
a repetirse el sello de su personalidad en el resto de la parábola.
Y,
ahora, se trata de ir a conversar y a dialogar con el hijo mayor. Aquí tampoco
crea comisiones, y podía hacerlo, porque podría alegarse que él estaba muy
contento y muy ocupado en lo del recibimiento del hijo que había regresado. Las
comisiones, como en el primer caso, hubiesen dilatado las cosas, además de
crear distanciamientos. Entonces, se hubiesen creado más heridas. Eso daría
ocasión a llevar razón de que el padre
dijo que, y el padre quiere que; e, igualmente, a llevar razón de parte del
hijo mayor, que dice y dijo que, o quiere
que se haga de esta o de aquella forma. Eso hubiera entorpecido las
relaciones. Y no era necesario. Por eso, el mismo padre sale a conversar de tú
a tú; sin más, ni más.
No
son necesarios los intermediarios.
Es
de notar, que esa misma característica del viejo, la heredan los dos hijos. La
llevan en los genes. Así en el hijo menor, cuando pide la parte de la hacienda
que le corresponde (cfr. Lc. 15, 12), no manda delegaciones. Va él mismo y
pide, dando la cara. También cuando va a trabajar para no morirse de hambre,
después que se le acaba toda la fortuna (cfr. Lc. 15, 15). Y, cuando regresa a
la casa, el muchacho tampoco manda delegaciones, ni de paz, ni de
negociaciones. Va él mismo. Da la cara (cfr. 15, 17-21). Otro tanto, sucede con
el hijo mayor. No crea delegaciones para protestar a través de intermediarios.
Protesta él mismo, de manera directa (cfr. 15, 27-32).
Eso
lleva a pensar muy bien de esa familia. Eran frontales. Daban la cara. Además,
de sobreentenderse el hecho de la experiencia del diálogo que se vivía en ella.
Hay aquí una reminiscencia teológica referida al libro del Génesis, cuando en
ese libro se afirma, en afirmación de fe, que dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y
manden en los peces del mar y en las
aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en
todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a
imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn. 1,
26-27). En una perfecta comunicación frontal. Por eso se da la experiencia del
Jardín del Edén. Lo contrario, es lo contrario (la expulsión del Jardín (cfr.
Gn. 1, 2), con su respectivo “rechinar de
dientes” (cfr. Mt. 8, 12; 13, 42-50; 22, 13 ; 24, 51; 25, 30; Lc. 13, 28).
¿No
será ese el diálogo teológico que ilumina cada paso del proceso del hombre con
Dios? Si es así, entonces, es una maravillosa experiencia de diálogo implícita
en la parábola del hijo pródigo, que en ambos casos se da de manera directa,
clara (diáfana) y transparente. El hijo menor es el hijo menor. Y el hijo mayor
es el hijo mayor. Cada uno conserva su rol. Y el padre es el padre. Sin
interferencias, ni conveniencias, más que las que da la experiencia filial y de
familia[2].
Lo demás no se da en la lección de la parábola. A este punto y alturas de la
parábola, podríamos pensar, como referencia de acción contraria y de
intermediarios, las excusas y artimañas del Rey David, en el caso de Urías el
Hitita, en relación con toda la historia de huida y de no enfrentamiento y de
no dar la cara (2 Samuel 11-12), y de existencia de segundas intenciones, que
en el caso de la parábola no se dan; por eso se dan los diálogos en toda ella,
por parte del padre con sus dos hijos, en momentos y circunstancias distintas.
Podría, también colocarse como intermediarios los defensores de Dios, en el
caso del libro de Job (cfr. Carl Jung, Respuesta
a Job; Daniel Albarrán, Los zapatos
de Job), y que Dios no los había colocado para que lo defendieran; ya que
Dios no busca abogados, quedando, por el contrario, muy mal parados (cfr. Jb.
42, 7-9).
Son
muchos los elementos que van surgiendo, sin duda. Así, otro sería que el padre
siempre anda solo, y no acompañado. Igual los dos hijos. No dice que andaban en
grupos. Andaban solos. Ese elemento parece útil de señalarlo, aunque nos tienta
a buscar elementos en la misma Biblia, para comprender más ese detalle, y hacer
la diferencia de una acción en grupo, de una acción individual (de la
personalidad del grupo, o de la mayoría, y de la personalidad del individuo
responsable de sus actos; como la responsabilidad de una influencia de grupo en
relación a una decisión despersonalizada por ser la del grupo, que sería como
anónima, en cierta manera); pero, quedémonos con la inquietud, por ahora, como
referencia de posible contenido teológico (y antropológico, como se dijo, pues
no hay separación, según las Encíclicas
Redemptor homins, Dives in misericordia, y Dominun et vivificantem).
No dilata en la
espera:
Se desprende, igualmente de la misma parábola, que no
deja para después lo que tiene hacer ya. Para el día siguiente, o para otro momento,
podría traer graves consecuencias, en un posible distanciamiento en la relación
paterno-filial.
[1] Es importante ver el
gran aporte de la psicología con el gran descubrimiento fisiológico en el
cerebro de la “amígdala cerebral”,
como el archivo de todas las emociones. Somos, primero emociones. Somos
instintivamente “emocionales” (sistema límbico). Sólo, después de la
experiencia emocional, es que somos racionales (inteligencia racional, a través
de la neocorteza), (cfr. Daniel Goleman, Inteligencia
emocional).
[2] En este sentido, habría que colocar muchos intentos de
hacer la separación de religión y fe. Es necesario. La religión sería una
invención, como la institución intermediaria de esa relación natural, que ya se
da en el hombre por el solo de hecho de ser criatura (cfr. Mahamma Ghandi, Todos los hombres somos hermanos; Daniel
Albarrán, Preguntas y respuestas de toda
persona inquieta sobre la oración).
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