Última conferencia
(La más importante de todas, por ser la meta de
llegada)
«Gloria a
Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se
complace.»
(Lucas 2, 8-16)
Ya para terminar, y sabiendo que estamos llegando a
donde íbamos (estamos llegando a Pénjamo, diría la canción mexicana), es
necesario aplicar todo lo que se tiene que aplicar, según el lineamiento de la Iglesia. Sólo así
podremos salir ilesos, en cuanto a caídas, del desierto en el que estuvimos y
vinimos. En ese sentido, sin ningún daño, porque íbamos conducidos por el
Espíritu (cfr. Lc. 4, 1), pero haciendo la acotación de que no íbamos a buscar
ser tentados, a diferencia de Jesús (cfr. Mt. 4,1), sino a volver a
confirmar una vez más nuestra dependencia y a ratificar el misterio de nuestro llamado.
Siempre en clave de fidelidad y de lo que no somos dueños, sino, apenas unos
enviados; porque el que manda es otro. O sea, que fuimos porque nos mandaron. Y
si nos mandaron es porque es de otro el encargo. Ni siquiera Jesús hacía nada
por su cuenta, en cuanto a su mensaje y obra, sino porque había sido enviado (cfr.
Jn. 8, 28); mucho menos nosotros (cfr. Jn. 20, 23; Hch 2, 1-4; etc.).
En ese sentido, como ya se ha dicho, que no se puede leer la Biblia si no se tiene claro
el sentido de la globalidad de toda la Escritura , que es la Revelación , que se da
plenamente en Cristo, porque quien lo ha visto a Él, ha visto al Padre (cfr. Jn. 14, 9-11).
Además, todo lo de Dios en función del hombre; es decir, que todo la
comprensión teológica es en clave antropocéntrica (cfr. Redemptor hominis, Dives in misericordia, y Dominum et vivificantem).
Desde esos dos
datos fundamentales, es que, entonces, se puede hacer cualquier intento de
comprensión, y se nos permite intentar ahondar. Y preguntar… (cfr. Hans Dieter Bastian,
Teología de la pregunta).
La gloria a Dios:
¿En qué consiste la gloria de Dios y la gloria a Dios?
En que el hombre tenga paz. Ya lo condiciona el propio evangelista.
¿Cuál es la alabanza a Dios, en que cantemos himnos y recitemos los cánticos de
la alabanza en donde aparezca a cada instante la palabra Dios o
su paralelo, y digamos alabado sea su nombre, ahora y por siempre, o
frases parecidas?
La alabanza es la constante de todo el evangelio de
San Lucas, sin duda. ¿Pero, la alabanza como actitud o respuesta constante de
actitud religiosa? De hecho, en varios apartados del mismo evangelio de San
Lucas, aparece la alabanza, como sorpresa después de algunas acciones concretas
de Jesús. Por citar algunos, por ejemplo: Zacarías, cuando se le soltó la
lengua, en el nacimiento de Juan el Bautista (Lc. 1,64); Simeón y la profetisa
Ana, en el Templo, cuando la presentación del niño (Lc. 2,28; 38); el
paralítico de la camilla (Lc. 5,25-26); la resurrección del hijo de la viuda de
Naím (Lc. 7,16). Y, así, todos los otros casos del mismo Evangelio (Lc. 13,13;
17,15; 18,43; 19,37; 24, 53). Ese dato constante en el Evangelio de San Lucas,
también presente en el caso del anuncio a los pastores, ¿no obedecerá a un tema
preferido en San Lucas? ¿No tendrá un propósito específico, como el de resaltar
la admiración y la alabanza a Dios, como tema recurrente en todo el Evangelio?
¿Pero en eso consiste la gloria a Dios, a pesar de que
sea una constante en el evangelio de San Lucas? ¿Será que se debe despertar en
el ser humano, en clave relacional, la admiración y la alabanza?
E el evangelista encontramos de inmediato la razón de
la gloria a Dios: que el hombre tenga paz.
Ya lo dice el evangelista: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz
a los hombres en quienes él se complace.»
En la tierra paz a los hombres:
No es otra la gloria de Dios, sino que el hombre tenga
paz.
Y esa paz se realiza en el niño que acaba de nacer y
que es el objetivo de la noticia de los ángeles a los pastores.
Independientemente que los pastores sean los humildes o los pobres. Esa es una
espiritualización del texto. El contenido teológico está en que si el hombre
tiene paz, esa es la gloria de Dios. Y, ahora, se va a realizar la gloria, en
el niño de Belén, que acaba de nacer (según la noticia de los ángeles).
La gloria de Dios se hace carne: toma la condición
humana. Ahora se realiza la gloria de Dios.
En el niño de Belén, se realiza la paz del hombre y la
gloria de Dios.
Maravilloso intercambio: Dios es glorificado en el
Hijo, porque el Hijo es la paz del hombre (y en clave de la cruz, donde se
completa de manera definitiva la misericordia del Padre, a través del Hijo, en
el Espíritu).
En el Hijo se plenifica el hombre: porque le va a
traer la paz, que el hombre requiere; y eso es la gloria de Dios.
De allí se desprende que si el hombre no tiene paz,
Dios no va a ser glorificado. Pero, como el Hijo se hace carne, ya se realiza
el plan de Dios, que no es otra cosa que para el hombre. No para Dios, sino
para el hombre, porque es en clave antropológica como insiste la encíclica Redemptor hominis, especialmente (sin
perder la conexión con la Dives in misericordia, Dominum et vivificantem, porque
van unidas en la misma idea).
Pero, todo, desde el niño de Belén: la Encarnación.
Ahora bien: ¿de qué paz en el hombre es la gloria de
Dios? ¿Qué paz ha perdido el hombre, que ahora la vuelve a recuperar, a través
del nacimiento del niño en Belén?
Sabemos que la paz está en el niño que nace en Belén.
Nos lo anuncia así el evangelista San Lucas a través del recurso literario del
anuncio de los ángeles a los pastores. Fruto de la inspiración divina y de la Revelación de los que
el autor lucano es objeto e instrumento.
La
conexión con la parábola del hijo pródigo:
Ya se dijo en el apartado titulado como Momento
culmen de la parábola, en la página 52 y siguientes, respecto al abrazo del padre al hijo
menor, por una parte, como del diálogo del padre con el hijo mayor, por otra,
de la importancia y maravilla de la parábola del hijo pródigo. Pero volvamos y
digamos lo que ya se dijo, para encontrar la relación de la parábola del hijo
pródigo (o con el título con el que se le pueda llamar, después de su estudio y
comprensión), con el himno de los ángeles ante la noticia a los pastores (cfr.
Lc 2, 8-16), porque los dos momentos son muy importantes en la parábola, tanto
el abrazo del padre y el hijo menor que regresa, como el encuentro en el
diálogo del padre con el hijo mayor. Ambos son de igual importancia. No uno más
que el otro. Los dos en igual intensidad; pero, en donde el segundo momento es
la parte comprensiva en su totalidad, para colocar en igualdad de condiciones a
los dos hijos, porque ambos son hijos del mismo padre, y a ambos les reitera su
dignidad de hijos. Y dignificándolos en sus puestos como hijos, el padre
reitera su condición de padre, sin perder en nada, ni en su preferencia, ni en
su predilección. Por eso, dice la parábola que, en el primer caso, “cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio
y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”(al
hijo menor); y en el segundo, la misma parábola dice que “su padre salió e intentaba persuadirlo” (al hijo mayor). Así, el
padre recupera su autoridad y respeto, sin perder en nada, (que nunca había
perdido), su realidad de padre reafirmada en su relación con sus dos hijos, sin
ninguna diferencia de uno y otro. Así lo dice maravillosamente la parábola: “Pero el padre dijo a sus criados:
"Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano
y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo”. Con ello está
colocando en su lugar a su hijo como hijo. Simultáneamente, la misma parábola,
sin hacer diferencia mantiene la misma línea de acción del padre, en el caso
del hijo mayor; dice: “El padre le dijo:
"Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Como se
mantiene la misma acción y se reitera en ambos casos la misma realidad, el
padre reafirma lo que pudiese haberse desviado en su sentido e importancia, al
decir de la misma parábola, que el padre dijo: “deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha
revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y, así, el padre da el
mismo trato a los dos hijos, al reconocerles su dignidad y filiación y
paternidad, al mismo tiempo. Queda, así, todo en su lugar: el padre y los
hijos; los hijos (que son hermanos) y el padre; y, su puesto en la familia,
reconocido en uno con el anillo y las sandalias nuevas, y en el otro, en que
todo era suyo por ser siempre fiel.
Una pregunta para terminar: ¿No será esa la exultación
del gozo del himno de los ángeles en la «Gloria
a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se
complace.» (Lucas 2, 8-16), y que es, al fin y al cabo, la misma persona de
Jesús-Cristo, quien nos comunica que el Padre es “rico en misericordia”; y que, igualmente, es un misterio, aun para
aquellos que se las daban como se la daban, según dijimos que eran las
circunstancias de la parábola del hijo pródigo?
Lo curioso de lo curioso, es que esos dos pasajes son
de exclusividad del evangelista San Lucas, bien llamado y considerado el
evangelio de la misericordia (cfr. Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret).
Nota
final:
Estuvimos en el desierto.
Sabíamos a lo que íbamos (o veníamos).
Ahora, terminemos como lo hace el evangelista San
Lucas (4, 14-15), después de las tentaciones, que, “Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió
en toda la región. Enseñaba en sus sinagogas y todos lo alababan” (cfr.
Mateo 4, 12-17; Marcos 1, 14-15). Pero, sin ocultar ni omitir la afirmación
anterior del mismo evangelista, que es clave en toda su comprensión teológica
al decir que “Una vez agotadas todas las
formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno”
(Lc. 4, 13; en ese sentido es muy importante el aporte que hace Mel Gibson en
su película La Pasión , que más
bien, debería llamarse el diablo o la tentación en toda la pasión de Cristo).
Y con este final, enlazamos todo con la cruz de Cristo,
como referencia del misterio de la fe (cfr. el pensamiento paulino), que es
donde se resuelve todo el misterio del Dios-hombre (Emmanuel), ya que todo lo
de Dios es en clave antropocéntrica, según las encíclicas sobre el Padre (Dives in misericordia), sobre el Hijo (Redemptor hominis), y sobre el Espíritu
Santo (Dominun et vivificantem), bien
clasificadas como las encíclicas sobre la Trinidad. Con ello
queda todo abierto para reflexionar y ahondar sobre el hecho de la pasión de
Cristo en la cruz, sobre todo desde el grito que según Mateo, fue: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?”(Mt. 27, 46); y, según Lucas, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y dicho esto expiró” (Lc.
23, 46). Y donde todo se resume como “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,
precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo
revivir con Cristo —¡ustedes han sido salvados gratuitamente!— y con Cristo
Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido
demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que
nos tiene en Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7).
Todo ello, y todo
esto, con la dulce y reconfortante afirmación del padre que le recuerda al hijo
mayor de “Hijo, tú siempre estás conmigo,
y todo lo mío es tuyo…” (Lc. 15, 31). Poniendo con ello todo en su santo
lugar, tanto en justicia como en misericordia, a pesar de que no aparecen esas
dos palabras de manera expresa, pero si implícitamente, en la parábola del hijo
pródigo (cfr. Dives in misericordia,
6 completo); o en palabras de San Pablo respecto, a que, “el amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace
alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no
se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia,
sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo
lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el
don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es
imperfecta y nuestras profecías, limitadas” (1 Cor. 13, 4-8).
Todo como para
llorar de gozo profundo e intuitivo, y exultar, igualmente, como con los
ángeles: “Gloria a Dios en las alturas y
en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Lucas 2, 8-16).
Amén. Amén.
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