viernes, 23 de diciembre de 2016

Algunos otros rasgos de personalidad del padre



            Señalemos algunas otras características del padre de la parábola del hijo pródigo:

No delega responsabilidades:


            El evangelio de San Lucas, apunta desde un comienzo en ese recurso literario, que el padre, una vez que el hijo menor le pidió la parte de la herencia que le correspondía, el padre “les repartió la herencia” (cfr. Lc. 15, 12). Ya en ese detalle hay una característica importante del padre: él mismo realiza la acción de la petición del hijo menor. No dice que el padre mandó que les repartiera la herencia. Pudo haber encargado a un criado o a un empleado. Pero, por lo que se desprende, lo hizo él mismo. ¿Por qué no delegó funciones en otro, pudiendo hacerlo; total, no era el dueño y el jefe? Ese elemento es necesario resaltarlo.
            Eso en el primer caso, en el mismo comienzo de la parábola.
            Porque esa misma característica se mantiene en todo el resto de la parábola. Así, cuando el evangelista dice que “estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente” (Lc. 15, 20). Fue el propio padre quien vio al hijo. De ahí se puede desprender que estaba atento y que estaba vigilante. Pero, no dice que había puesto un vigía o a un empleado para que estuviera pendiente de avisarle o que le trajera noticias de alguna posibilidad de regreso del hijo que se había marchado. Podía haberlo hecho. Pero no delegó esa tarea. La asume como suya. Eso en el caso de estar mirando por si regresaba. Era su tarea. Era su hijo.
            En ese gesto, ya está la misma característica del viejo: de no delegar, ni de crear embajadas, ni de que otro haga lo que él tiene que hacer, aun pudiendo crear esas estructuras de mando y de administración de su finca. Se reconfirma lo que ya es su característica. Dice el evangelista que “conmovido, corrió” hacia donde estaba y venía el hijo que se había ido, y de quien estaba pendiente por si regresaba (cfr. Lc. 15, 20); y ahora que regresa, sale a su encuentro. Pero sale con un objetivo claro. Ese objetivo es recibirlo como a su hijo, en expresión de padre desesperado y gozoso de su regreso. Y vuelve a resaltarse la misma característica, al decir que “se echó a su cuello y le besó efusivamente”. Tampoco delega, ni crea una comisión de bienvenida ni de recibimiento. Él mismo recibe, y él mismo es el jefe de protocolo. No crea intermediarios. Va directamente él mismo. No es necesario un formulismo ante la experiencia de la alegría del hijo que regresa, y que no se disimula que se estaba deseando que así fuese. Y manda a hacer fiesta. Ya en esa parte sí delega. Pero ya es un añadido que parte de su experiencia afectiva y de emociones, en contra de toda frialdad racional y del deber ser ante la ofensa del hijo, y el posible debilitamiento de la autoridad del padre, como jefe de familia. Eso no cuenta. Lo que cuenta es el afecto, y todo él, lleno de emociones[1].
            Vuelve a repetirse el sello de su personalidad en el resto de la parábola.
            Y, ahora, se trata de ir a conversar y a dialogar con el hijo mayor. Aquí tampoco crea comisiones, y podía hacerlo, porque podría alegarse que él estaba muy contento y muy ocupado en lo del recibimiento del hijo que había regresado. Las comisiones, como en el primer caso, hubiesen dilatado las cosas, además de crear distanciamientos. Entonces, se hubiesen creado más heridas. Eso daría ocasión a llevar razón de que el padre dijo que, y el padre quiere que; e, igualmente, a llevar razón de parte del hijo mayor, que dice y dijo que, o quiere que se haga de esta o de aquella forma. Eso hubiera entorpecido las relaciones. Y no era necesario. Por eso, el mismo padre sale a conversar de tú a tú; sin más, ni más.
            No son necesarios los intermediarios.
            Es de notar, que esa misma característica del viejo, la heredan los dos hijos. La llevan en los genes. Así en el hijo menor, cuando pide la parte de la hacienda que le corresponde (cfr. Lc. 15, 12), no manda delegaciones. Va él mismo y pide, dando la cara. También cuando va a trabajar para no morirse de hambre, después que se le acaba toda la fortuna (cfr. Lc. 15, 15). Y, cuando regresa a la casa, el muchacho tampoco manda delegaciones, ni de paz, ni de negociaciones. Va él mismo. Da la cara (cfr. 15, 17-21). Otro tanto, sucede con el hijo mayor. No crea delegaciones para protestar a través de intermediarios. Protesta él mismo, de manera directa (cfr. 15, 27-32).
            Eso lleva a pensar muy bien de esa familia. Eran frontales. Daban la cara. Además, de sobreentenderse el hecho de la experiencia del diálogo que se vivía en ella. Hay aquí una reminiscencia teológica referida al libro del Génesis, cuando en ese libro se afirma, en afirmación de fe, que dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en  las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn. 1, 26-27). En una perfecta comunicación frontal. Por eso se da la experiencia del Jardín del Edén. Lo contrario, es lo contrario (la expulsión del Jardín (cfr. Gn. 1, 2), con su respectivo “rechinar de dientes” (cfr. Mt. 8, 12; 13, 42-50; 22, 13 ; 24, 51; 25, 30; Lc. 13, 28).

            ¿No será ese el diálogo teológico que ilumina cada paso del proceso del hombre con Dios? Si es así, entonces, es una maravillosa experiencia de diálogo implícita en la parábola del hijo pródigo, que en ambos casos se da de manera directa, clara (diáfana) y transparente. El hijo menor es el hijo menor. Y el hijo mayor es el hijo mayor. Cada uno conserva su rol. Y el padre es el padre. Sin interferencias, ni conveniencias, más que las que da la experiencia filial y de familia[2]. Lo demás no se da en la lección de la parábola. A este punto y alturas de la parábola, podríamos pensar, como referencia de acción contraria y de intermediarios, las excusas y artimañas del Rey David, en el caso de Urías el Hitita, en relación con toda la historia de huida y de no enfrentamiento y de no dar la cara (2 Samuel 11-12), y de existencia de segundas intenciones, que en el caso de la parábola no se dan; por eso se dan los diálogos en toda ella, por parte del padre con sus dos hijos, en momentos y circunstancias distintas. Podría, también colocarse como intermediarios los defensores de Dios, en el caso del libro de Job (cfr. Carl Jung, Respuesta a Job; Daniel Albarrán, Los zapatos de Job), y que Dios no los había colocado para que lo defendieran; ya que Dios no busca abogados, quedando, por el contrario, muy mal parados (cfr. Jb. 42, 7-9).
            Son muchos los elementos que van surgiendo, sin duda. Así, otro sería que el padre siempre anda solo, y no acompañado. Igual los dos hijos. No dice que andaban en grupos. Andaban solos. Ese elemento parece útil de señalarlo, aunque nos tienta a buscar elementos en la misma Biblia, para comprender más ese detalle, y hacer la diferencia de una acción en grupo, de una acción individual (de la personalidad del grupo, o de la mayoría, y de la personalidad del individuo responsable de sus actos; como la responsabilidad de una influencia de grupo en relación a una decisión despersonalizada por ser la del grupo, que sería como anónima, en cierta manera); pero, quedémonos con la inquietud, por ahora, como referencia de posible contenido teológico (y antropológico, como se dijo, pues no hay separación, según las Encíclicas Redemptor homins, Dives in misericordia, y Dominun et vivificantem).

No dilata en la espera:


            Se desprende, igualmente de la misma parábola, que no deja para después lo que tiene hacer ya. Para el día siguiente, o para otro momento, podría traer graves consecuencias, en un posible distanciamiento en la relación paterno-filial.



[1] Es importante ver el gran aporte de la psicología con el gran descubrimiento fisiológico en el cerebro de la “amígdala cerebral”, como el archivo de todas las emociones. Somos, primero emociones. Somos instintivamente “emocionales” (sistema límbico). Sólo, después de la experiencia emocional, es que somos racionales (inteligencia racional, a través de la neocorteza), (cfr. Daniel Goleman, Inteligencia emocional).
[2] En este sentido, habría que colocar muchos intentos de hacer la separación de religión y fe. Es necesario. La religión sería una invención, como la institución intermediaria de esa relación natural, que ya se da en el hombre por el solo de hecho de ser criatura (cfr. Mahamma Ghandi, Todos los hombres somos hermanos; Daniel Albarrán, Preguntas y respuestas de toda persona inquieta sobre la oración).

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