viernes, 23 de diciembre de 2016

Momento culmen de la parábola



A partir de ahí comienza el silencio descendente del espíritu que ha disfrutado toda la secuencia de las notas musicales entretejidas sabiamente, en manos de una mente prodigiosa que las enlaza para llevarnos al éxtasis, y desde ahí retornar suavemente y con dulzura a la cotidianidad de la vida diaria; pero transformados interiormente por el influjo penetrante de la gloria experimentada en la experiencia recién vivida de amor eterno… Maravillosa la parábola del hijo pródigo. Y maravilloso este auto-encuentro en ese encuentro maravilloso… Justo aquí debería sonar la fanfarria musical para resaltar la parte más importante de la parábola. Aquí está lo máximo y la plenitud de la parábola, a pesar de lo enternecedor que pueda resultar el abrazo entre el padre y el hijo menor, y en lo mucho que se ha insistido en ese detalle. En ese momento del abrazo habría que aplaudir por la jugada perfecta del hijo menor. Le había salido todo muy bien. Todo bien calculado. Y mejor de lo que se esperaba. Una jugada perfecta de astucia y de inteligencia. Pero, en el momento del diálogo entre el padre y el hijo mayor, habría que levantarse y aplaudir a rabiar, con los pies y con las manos, al mismo tiempo, con chiflido y griterío alborozado, porque es el diálogo y el encuentro entre el bien y el bien y el uso de la libertad, en donde vuelven a encontrarse el Creador y la criatura, para redimir la historia de Adán y Eva, con el recordatorio del Jardín del Edén, para ser dueños otra vez del Jardín, de donde se había sido expulsado. Y todo en clave de misterio para quedar enmudecido como lo quedara Job (42, 2-6), frente al apabullamiento de Dios por el misterio de lo creado y con su reconocimiento humilde y realista, al decir:

Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza.
           
            Y, así, los dos momentos son muy importantes en la parábola, tanto el abrazo del padre y el hijo menor que regresa, como el encuentro en el diálogo del padre con el hijo mayor. Ambos son de igual importancia. No uno más que el otro. Los dos en igual intensidad; pero, en donde el segundo momento es la parte comprensiva en su totalidad, para colocar en igualdad de condiciones a los dos hijos, porque ambos son hijos del mismo padre, y a ambos les reitera su dignidad de hijos. Y dignificándolos en sus puestos como hijos, el padre reitera su condición de padre, sin perder en nada, ni en su preferencia, ni en su predilección. Por eso, dice la parábola que, en el primer caso, “cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”(al hijo menor); y en el segundo, la misma parábola dice que “su padre salió e intentaba persuadirlo” (al hijo mayor). Así, el padre recupera su autoridad y respeto, sin perder en nada, (que nunca había perdido), su realidad de padre reafirmada en su relación con sus dos hijos, sin ninguna diferencia de uno y otro (cfr. Dives in misericordia, 6a). Así lo dice maravillosamente la parábola: “Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo”. Con ello está colocando en su lugar a su hijo como hijo, y así, siendo fiel a su amor, es fiel a su paternidad (cfr. Dives in misericordia, 6ª)). Simultáneamente, la misma parábola, sin hacer diferencia mantiene la misma línea de acción del padre, en el caso del hijo mayor; dice: “El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Como se mantiene la misma acción y se reitera en ambos casos la misma realidad, el padre reafirma lo que pudiese haberse desviado en su sentido e importancia, al decir de la misma parábola, que el padre dijo: “deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y, así, el padre da el mismo trato a los dos hijos, al reconocerles su dignidad y filiación y paternidad, al mismo tiempo. Queda, así, todo en su lugar: el padre y los hijos; los hijos (que son hermanos) y el padre; y, su puesto en la familia, reconocido en uno con el anillo y las sandalias nuevas, y en el otro, en que todo era suyo por ser siempre fiel.
            ¡Bella la parábola del hijo pródigo! ¡Exquisita….!
Un detalle que no se puede omitir en este final del análisis, y es el hecho de la comida, que es el centro de todo el encuentro y desencuentro de la parábola. Y no sólo de la parábola, sino todo el compendio comprensivo de la revelación, sin discontinuidad ni ruptura, sino estrechamente unido. Quedando así la conexión del evangelista San Lucas con la parábola del hijo pródigo en unidad de revelación con el libro del Génesis. En el caso del Génesis (2, 16-17), fue por una comida: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio”. En el caso de la parábola del hijo pródigo (el despilfarrador, el dadivoso, el desprendido), se repite la idea de la comida: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre”. El hijo menor regresa y le hacen un banquete: matan para él “el ternero cebado”, dice la parábola. Está clarita la misma idea de la comida. Y cuando el hijo mayor regresa el alegato es, igualmente la comida: “a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos”. Y no quería entrar a la fiesta que le daban a su hermano, para quien habían matado “el ternero cebado”.
Llama la atención la referencia constante a la misma idea: la comida. En el libro del Génesis y en el evangelio de San Lucas, en este caso. En Génesis con la prohibición de no comer. En la parábola del hijo pródigo en la invitación del padre a ambos hijos para comer. En Génesis se puede comer de todo, pero hay una prohibición que del árbol prohibido, no. En la parábola hay una insistencia, en el caso del hijo mayor, pero, igualmente, el recordatorio de no pasar las fronteras. Interesante esa conexión. Pero más interesante cuando inmediatamente se piensa en la última cena de Jesús con sus discípulos, en donde vuelve a realizarse el escenario justo en una comida. Habría que hacer un estudio detallado de ese triángulo: Génesis-parábola del hijo pródigo-última Cena (Eucaristía).
En este sentido, algunos autores/pensadores hacen la relación del hijo pródigo con Jesús, como por ejemplo, Henri Nouwen. Pero esa relación parece muy forzada, y si seguimos lo que hemos descubierto en este estudio y análisis, no deja de ser una visión muy espiritualista, a pesar de la gran popularidad que ha tenido ese libro (Henri J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, 27ª edición, PPC, Editorial y Distribuidora, SA, Madrid, 1992); sin olvidar que, al fin y al cabo, son unas reflexiones que el autor hace frente a la experiencia subjetiva y personal ante el cuadro de Rembrandt. No se puede negar, sin embargo, que es muy enriquecedor el aporte que hace Nouwen en su libro al detallar, como lo hace, el cuadro de Rembrandt, con todo su recorrido biográfico. Es de hacer notar que en ninguna otra parte y ningún otro autor, tan solo que cite a Nouwen, hace la relación de Jesús como el hijo pródigo. En ningún documento oficial del Magisterio de la Iglesia aparece esa relación Jesús-Hijo pródigo. Es sólo una manera de ver, como dice el mismo Nouwen, en su visión y experiencia frente al cuadro de Rembrandt; y que por otra parte, no deja de ser una experiencia subjetiva y muy enriquecedora respecto al cuadro, por supuesto.
Dice, Nouwen:

Me estoy acercando ya al misterio de que el propio Jesús se convirtiera en hijo pródigo para nuestra salvación. Abandonó la casa de su Padre celestial, se marchó a un país lejano dejó todo lo que tenía y volvió con su cruz a casa del Padre. Todo lo que hizo, no como hijo rebelde, sino como hijo obediente, sirvió para llevar de nuevo a casa a todos los hijos perdidos de Dios. El mismo Jesús, que contó la historia a los que le criticaban por tratar con pecadores, vivió el largo y doloroso camino que describe”… “Considerar a Jesús como el hijo pródigo va más allá de la interpretación tradicional de la parábola. Sin embargo, esconde un gran secreto. Poco a poco voy descubriendo lo que significa decir que mi condición de hijo y la condición de hijo de Jesús son uno, que mi regreso y el regreso de Jesús son uno, que mi casa y la casa de Jesús son una. No hay otro camino hacia Dios que no sea el camino que Jesús recorrió. Aquél que contó la parábola del hijo pródigo es la Palabra de Dios que “se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria” (Jn 1,1-14).

 Algunos que han estudiado a Henri Nouwen, como Michael Forden, con el libro de la biografía de Nouwen, titulado, Wounded Prophet, descubre cosas que ayudan a comprender algunas cosas útiles de considerar respecto a sus ideas. Pero, no por ello, no deja de ser muy valioso lo que Nouwen hace para ver y descubrir en la pintura de Rembrandt, titulada "El regreso del hijo pródigo", que con su ayuda nos permite descubrir detalles muy interesantes del cuadro, como el detalle de las manos del padre (lo femenino-masculino), el de los dos pies, el descalzo y el con calzado roto; el del hijo mayor (representando a los fariseos), de pie y con su bastón hasta el suelo; la cabeza rapada del hijo prodigo; el manto del padre; la frente iluminada del padre; el manto del hijo mayor…etc. Pero es un aporte para ver e interpretar el cuadro, como tal. Tal vez ese libro de Henri Nouwen podría equipararse al libro de Dan Brow, El Código Da Vinci, al permitirnos un mayor acercamiento a las dos obras de arte, tanto la de Rembrandt, por un lado; como la de Da Vinci, por otro, en el caso del cuadro de “La última cena.
            Pero volviendo a la parábola, todo termina en suspenso. No dice la parábola que el hijo mayor hubiese aceptado entrar a la fiesta. Queda en el supuesto.
Y todo termina en suspenso. No dice la parábola que el hijo mayor hubiese aceptado entrar a la fiesta. Queda en el supuesto.
Y todo queda bajo el suspenso del misterio, como misterio es todo el misterio de la vida… como es un misterio el éxito de la astucia e inteligencia del hijo menor de la parábola del hijo pródigo y del sufrimiento del hermano mayor, ante un hecho palpable de injusticia… repitiéndose la fuerza del opuesto de éxito-fracaso… En donde, el éxito ha sido del hijo menor, y el fracaso del hermano mayor de la parábola… Y donde pareciera que se resaltara la celebración del exitoso, del astuto… en donde, definitivamente, el exitoso en todo su sentido, no es más que el mismo padre, porque no daña a ninguno de los hijos, sino que los enaltece, y con ello, tampoco se daña a sí mismo, como padre, justo con ambos hijos. Maravilloso encuentro y re-encuentro. Y con ello, igualmente, todo queda en su justo lugar, ya que no quedan mal parados los judíos, quienes le criticaban a Jesús, sino que quedan enaltecidos y reconocidos en el hermano mayor; justamente en la maravillosa idea del diálogo entre el padre y el hijo mayor, y por la experiencia del diálogo, que ya se había dado en la historia, al ser escogidos como pueblo predilecto de Dios, y que como conocedores y sabedores de esa misma experiencia, tienen en su mano decidir (referencia bíblica y teológica con el libro del Génesis), quedando a la expectativa esa misma experiencia-respuesta, en la respuesta como la expectativa que queda abierta en la parte final de la misma parábola… Maravilloso ese momento, entonces, de la parábola, como un elemento más de la rica experiencia de “la sinfonía de la Palabra”, como manifestación y revelación del mismo Dios (cfr. Verbum Domini, del Santo Padre Benedicto XVI,  La Palabra de Dios en la vida  y en la Misión de la Iglesia, septiembre, memoria de san Jerónimo, del año 2010, Dimensión cósmica de la palabra, No. 8 y siguientes).
Además, justo en ese momento podría pensarse en la experiencia límite de fronteras del propio apóstol San Pablo, en aquello de “el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no” (cfr. Rm. 7,18. como experiencia de la inclinación natural al pecado; cfr. Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, 2009), y da a los hombres, mediante la gracia, la participación a la vida divina y la capacidad de superar el egoísmo. Y todo ello se da, justamente, por el diálogo (el Logos, que es el mismo Cristo, con lo que se hizo todo, según el prólogo del Evangelio de San Juan (cfr. Jn, 1,3; Col. 1, 15-16; Heb. 11, 3), y que se está dando en ese momento maravilloso de la parábola. De manera, que se podría pensar que en ese momento tan importante de la parábola, tal vez el más importante de todos (pero ignorado y no descubierto), se está dando, o está por darse,  el momento cristológico por excelencia, en la espera de la decisión y de la respuesta del hijo mayor. Y sea ahí, en ese momento del diálogo entre el padre y el hijo mayor, el momento teológico y bíblico de la experiencia de la libertad del Jardín del Edén. Por eso sea el momento culmen de toda la parábola. Es el momento del redimir o de repetir la historia del pecado, pero depende de la respuesta del hijo mayor, que queda en suspenso, como es característica del recurso literario de una parábola, a diferencia de un cuento, que si tiene un final feliz; mientras que en la parábola, queda en suspenso, como queda el resultado de todo lo que queda abierto en ese final no concluso ni cerrado.
En ese momento pueda que se esté repitiendo la misma experiencia de Jesús en la cruz, en el grito de Jesús: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”(Mt. 27, 46), en la inconformidad del hijo mayor, en, “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya… (cfr. Lc. 15, 29-31). Con la diferencia en que Jesús, en el momento de la cruz, según San Lucas, Jesús se abandona al decir y completar lo que queda en expectativa y en veremos en la parábola. En Jesús, en el momento culmen de la Redención, hay un abandono en:“Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y dicho esto expiró” (Lc. 23, 46); mientras que en la parábola, queda abierto, porque no se sabe la respuesta del hijo mayor. Por eso queda en suspenso, porque se completa en la cruz y en el grito de abandono de Jesús. Es, entonces, un momento cristológico, el suspenso de la respuesta del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, donde la respuesta del hermano mayor, sea el momento más importante de toda ella.
Tal vez en ese momento esté por darse la experiencia perfecta de la confianza ciega en el Padre por parte del hijo mayor, y pueda que se suceda su lucha interna al recordar justamente que “tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo”, y la fidelidad del Señor dura “de generación en generación” (Sal 119,89-90); y, quien construye sobre esta palabra edifica la casa de la propia vida sobre roca (cfr. Mt 7,24). Y pueda que se esté dando la agonía y el sufrimiento, en el opuesto de obedecer-desobedecer de la fe y de la confianza, por sobre todo,  y a pesar de todo, y resuene en su memoria[1] de que “Tú eres mi refugio y mi escudo, yo espero en tu palabra” (cfr. Sal 119,114) y, como san Pedro, esté por darse la experiencia de la confianza, a pesar de los pesares, en: “Por tu palabra, echaré las redes” (cfr. Lc. 5,5). O que sería lo mismo de la experiencia de fe de Abraham en la historia del sacrificio de Isaac (cfr. Gn. 22), existiendo entre esos elementos bíblicos una gran conexión en la permanencia de la misma idea teológica.
Tal vez. Solo como posibilidad. Quizás.
Sobre todo porque la misma objeción del hijo mayor es ese mismo recordatorio, al decir que “en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya” (Lc. 15, 29)… No va a ser ahora que le vaya a desobedecer, porque no le va a desobedecer, ya que queda implícita la respuesta, precisamente en lo que él siempre ha sido fiel, y que vuelve a colocar como su fundamento en “sin desobedecer nunca una orden tuya”. Quedando sobreentendido que si el padre le está pidiendo eso, eso mismo hará, porque se trata de “nunca haberle desobedecido”; y justo ahora, menos. Maravillosa esa parte de la parábola que queda en suspenso, pero que ya está resuelta en el propio alegato del hijo mayor, en donde está su solución. Diálogo que se da, al regreso del campo (cfr. Lc. 15, 25), como apunta la parábola, y en donde pareciera haber una referencia al propio Jesús, quien en su perfecta humanidad, realiza la voluntad del Padre en cada momento; escucha su voz y la obedece con todo su ser; porque conoce al Padre y cumple su palabra (cfr. Jn 8,55; 12,50; 17,8); siendo así, el hombre verdadero, que cumple en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre; y con ello ratificar la misma afirmación del evangelista San Lucas de que “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (cfr. Lc 2,52), para marcar una vez más la diferencia con el hijo menor; en donde la edad y el sometimiento como obediencia, hacían la diferencia y la clave de la interpretación, a esas alturas de la misma parábola del hijo pródigo, en su total manifestación y revelación (cfr. Lc 5,1). Reafirmándose siempre que crecía, como cabía la posibilidad de crecimiento en ese momento del diálogo. Por eso la importancia del diálogo, quedando implícito el planteamiento cristológico del evangelista, para convertirse en su constante en todo el evangelio (cfr. el Huerto de los Olivos, y en la cruz, simultáneamente, en una unidad teológica, por supuesto), y en donde el silencio y la espera de la respuesta del hijo mayor, pueda ser el mismo silencio de la “Cristología de la Palabra” en su plenitud en el designio del Padre (cfr. Verbum Domini, del Santo Padre Benedicto XVI, números 10 y siguientes, especialmente los números 13 y 14), para convertirse esa parte de la parábola, en un momento culmen de la Revelación.
            Así pareciera en nuestros hallazgos y especulación bíblico-teológica, precisamente en esa parte de la parábola en cuestión, en donde ese silencio ante la respuesta no sea, nada más y nada menos, que un momento netamente trinitario, en donde el silencio ante la respuesta sea la misma presencia del Espíritu Santo.
            Es maravilloso este encuentro y hallazgo. Revelador.
            Pero, esto continúa. Tiene que continuar porque no hay de otra.




[1] “Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre y no desprecies la lección de tu madre: corona graciosa son para tu cabeza y un collar para tu cuello” (Proverbios 1, 8-9).

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